Algo de volátil en los cirros le recordaba su sonrisa. Se pasaba horas mirando al cielo tardes como aquella, oliendo el viento sin rumbo cargado de fragancias otoñales capaz de modificar la silueta almidonada de las nubes o el leve curso de su vida, una vida nómada de emociones, de recuerdos, de amores olvidados que aparecían con caras puestas en el tenue gris, telón de aquel sol en decadencia. [...]
Los estratos, sin saber muy bien porqué, le traían los recuerdos de añorados viajes de su juventud, de los amaneceres acá y los crepúsculos allá, o más allá que importaba en aquel mundo que entonces, le parecía tan pequeño. No sería capaz de explicar que ha cambiado desde entonces, quizás el trabajo, la familia que nunca tuvo, o simplemente la dureza de una vida que sumaba pérdidas a cuentagotas. No contaba con las nuevas almas porque nunca las tuvo, nunca supo lo que era ser padre, ni tan siquiera tío o algo parecido que fuese una figura capaz de ofrecer cariño a alguien. Se había convertido ya en un organismo unicelular que reptaba por la vida y que algún día terminaría por convertirse en un trilobite más, ni siquiera una pieza de museo, simplemente uno más de los que se amontonan en las cajas de los bajos del British museum. La vida por tanto para él sólo significaba derrotas, era la prueba irrefutable de la teoría de la evolución de Darwin, sólo los más fuertes sobrevivirían, y él desde luego, no era uno de ellos. Pero sin embargo, seguía en pie. [...]
La primera vez que intentó tocarla, vio como su mano se desvanecía al contacto con su piel. Había recorrido cada centímetro de su cuerpo, acariciado sus labios, probado su lengua, pero todo se repetía en cuanto ella se quitaba la camiseta y le miraba. El mismo diablo sentía entonces envidia de ellos, les quitaba el control de sí mismos, se apoderaba de sus almas y les hacía los mejores amantes. El parecía un Montesco, soltando sutiles versos, ella se movía como las manos del gran Novecento, acariciando el piano en medio del Atlántico, y la luz de la ciudad les veía besarse con el olor a fósforo diluido tras el humo de un cigarro, difuminado entre los acordes de Django Reinhardt, o una breve excursión por la rue de la Huchette, junto al boulevard de St.Germain, para ver teatro desde la cama. O simplemente, terminar contando una y otra vez los dedos de sus pies.
Pedacito de "Eighteen hundred and froze to death".
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