domingo, 23 de noviembre de 2008

Cojeando por Toledo

Aún recuerdo la luz del sol colarse entre los ojos tristes del puente, era cálida y silbaba, se enroscaba a mi cuerpo mientras miraba la ciudad, y traía con ella las fragancias de un sábado de noviembre, los recuerdos en forma de castañas asadas y de espadas clavadas entre la piedra medieval de algún monasterio casi olvidado. Cómo las escalofriantes gárgolas de San Juan de los Reyes, que aún inertes causan miedo, así me sientan tus labios en la distancia, incluso a través del objetivo de una cámara capaz de engañar la realidad más aún de lo que tu lo hacías, tiemblo cuando miro arriba y sólo encuentro el viento girando en círculos alrededor de aquellos bichos infernales, sin atreverse a tocarlos.
Recuerdo el sol impactar contra una de esas pequeñas columnas rodeadas de cadenas oxidadas armoniosamente desordenadas. Mi pierna estaba detrás y, cuando la miré, tube la sensación de que la sombra comenzaba a subir por toda ella rápidamente y me mantenía inmovil, impávido y desconcertantemente, agusto.
No recuerdo mucho más hasta de lo que paso hasta que se encendieron los ojos de Toledo. Para entonces aún se veían los colores de Zocodover y los noctámbulos sólo eran sonámbulos que paseaban bajo los soportales, haciendo zigzag entre las columnas huyendo escaleras abajo hacia el antiguo Hospital de Santa Cruz, perdiendose entre silbidos de balas de otros tiempos. Y los ví también espiarme a través de celosías de madera apolillada, en la oscura y estrecha Alfileritos, en busca de un duelo a muerte. Sabía que estaban allí, pero me sentía más vivo que nunca portador del farol y de una larguísima tizona bajo la capa, esperando el concierto del gran Quique en el Círculo donde la magia continuaba entre arcos de herradura bañados por tenues luces rojiazules, en aquella mezquita donde oí "Quedó algo de nosotros en esos lugares..." tenía razón, pero también quedó algo de esos lugares en nosotos, de esos momentos en que distraido en medio de tres acordes tristes de guitarra y unas lentas notas de un piano, tarareaba inconsciente, de memoria, aquellos versos que sonaban a Montero... "Llévame a ver salir el sol/desde todos los portales de la luna/llévame al puerto y al malecón/cuando el cielo se nos llene de gaviotas/Alumbrando las calles oscuras/todas las estrellas que hoy durmieron solas/(desde el rompeolas me acuerdo de ti)" traguito de Ron. El alcohol araña la garganta, pero se sirve frío en el Rompeolas, con dos hielos, por eso voy allí, a recordarte supongo, o a estrellarme de nuevo con la realidad de dos cubitos y un vaso ancho vacío con una rodaja de naranja en el fondo.

Mucha gente piensa que un recuerdo es sólo una imagén, un nombre y una fecha. Se olvidán quizás, porque no saben, tal vez, fotografiar los sabores, los olores, las leyendas, el sonido, Toledo es mazapán, azahar, incienso, es el hombre de Palo, los colores de Zocodover, las farolas encendidas en callejuelas apagadas, el fluir de un Tajo juguetón entre Alcántara y San Martín. Toledo es un lienzo mitad tierra mitad cielo con una pasarela que se abre cada noche, cuando el día cierra y las mil lunas revelan las caras de las almas vagabundeantes camino de la Boite de Garcilaso, en busca de eso que queda también tras el cigarrillo, ceniza y oscuridad.

Toledo es una lamparilla de aceite, ese líquido que tiene dentro, hace que salga luz por las noches.