Voy a hablar de dos hombres con una misma historia.
El primero se acerca por el mar y conoce el sabor salado de la muerte. Ha sufrido la guerra y el expolio, quién sabe si la cárcel, la tortura, la caza da su piel, de sus pasiones, su género, su origen, sus ideas... o simplemente el duro latigazo del hambre.
En resumen: un ser sin esperanzas.
El segundo ha llegado también a otra ciudad y escapa de un país donde gobierna el crimen. Un día conoció el respeto y la fama, pero hoy es como el vino derramado: un oscuro sinónimo de la sangre vertida.
El primer hombre viene hacia nosotros y sueña con la paz de los talleres, el edén neutral de los supermercados, la música cuadrada de las carpinterías: cualquier cosa mejor que su destino.
El segundo, el que huye con el dolor aún humeando en su ánimo, alguna vez soñó que las balas podían asesinar personas pero nunca razones; soñó con catedrales que no fuesen el refugio del lobo; con un sol que llegara al fondo de las minas.
El primer hombre es Pablo, el panadero; Hassan el sastre, o Evo el albañil. El otro se apellida, por ejemplo, Cernuda, o Jiménez, o Alberti y de él nace el espanto como en las uvas crece la costumbre morada de la luz.
Habrá quien los compare y sólo vea entre ellos un abismo. Y habrá quien vea un puente: a un lado la Justicia y a otro la Historia.
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