Corporales. Algun instante entre los febreros del 1951 y 2011.
La gente que cree que los rencores de la guerra civil se han enterrado junto a quienes todos sabemos, está equivocada. Hay quienes tratan de hablar de ello como un tiempo muy lejano, cuando eran niños y corrían tras un balón de fútbol, pero pronto recuerdan también huir del silbido de las balas contra el viento, hacia las casas. Los oriundos saben los nombres de los cuatro, los bandoleros, dicen algunos, pero al llegar al último todos se sumergen en silencios y ninguno se atreve a mentar su nombre.
No había sombras aquella mañana, la luz del sol reflejada en las calles repletas de nieve helada, las engullía lentamente. El deshielo goteaba llanto por los negros techos de pizarra, los perros corrían en busca de cariño y los gatos agazapados observaban silenciosos, como lo hicieron todos hace años en La Cabrera, el fin del mundo. Arricivita en su despacho, el sargento Ferreras pateando monte y él controlando todo lo que se moviera de Puente Domingo Flórez al valle del Eria. De la lejanía llegaba el susurro de una gaita solitaria mientras en algún pueblo de la campiña las campanas doblaban a muerto.
Las cuadras atrancadas con pequeños trozos de madera apolillada, el relincho de las balas al otro lado, a este, edor a polvora usada, aullidos de lamento, nostalgia de colegio, puertas que es mejor no abrir esos días en que la juventud viene en busca de una mente anciana que reposa como una lagartija despanzurrada inerte bajo el sol, sobre el asfalto de la cruda vejez, reflexionando sobre la muy muy insoportable levedad del ser. Antes ocurrían al menos cosas, ahora cosas es lo que menos ocurre en estos valles olvidados al solitario sol del mediodia donde la nada se apodera de los pastos y por los ríos fluye el tiempo que se escapa entre los dedos, imparable, firme hasta encondese entre los montes en cuyas laderas se ve aún hoy cabalgar, desbocado, un caballo negro, sin brida ni montura, el belfo baboso y los ojos desorbitados. En realidad es el alma del guerrillero abatido en busca de un destino más allá de las cosas de este mundo.
El cuartel de invierno, por así llamarlo, estaba en Castrohinojo, a unos tres kilómetros de Quintanilla de Losada, pero con una subida de agárrate. Desde el final del único acceso al pueblo se divisaban kilómetros a la redonda y se podía detectar una patrulla de la guardia civil a más de lo necesario para aprovisionarse y salir por patas hacia el monte. Toda una fortaleza natural. No importaba ser traicionado porque era imposible ser sorprendido, pero además Castrohinojo era el sitio donde él decía sentirse en casa, arropado, seguro.
Por el tejado de aquella casa, antes de un solo piso, fue por donde rodó al que matarón. Quedo en el medio de la plaza y ahí estuvo una eternidad porque nadie se atrevía a recogerlo. De todos era sabida la puntería del León de Salas, del que se decía por los pueblos que era capaz de darle dos veces a una moneda antes de que cayese al suelo. La sombra de una capa al fondo, en la puerta de enfrente de la casa blanca, un segundo un disparo una silueta chillando desde los escalones de piedra. Allí fue donde hirieron al otro, aquel sí, seguro, sólo pudo ser Girón.
Las cuadras atrancadas con pequeños trozos de madera apolillada, el relincho de las balas al otro lado, a este, edor a polvora usada, aullidos de lamento, nostalgia de colegio, puertas que es mejor no abrir esos días en que la juventud viene en busca de una mente anciana que reposa como una lagartija despanzurrada inerte bajo el sol, sobre el asfalto de la cruda vejez, reflexionando sobre la muy muy insoportable levedad del ser. Antes ocurrían al menos cosas, ahora cosas es lo que menos ocurre en estos valles olvidados al solitario sol del mediodia donde la nada se apodera de los pastos y por los ríos fluye el tiempo que se escapa entre los dedos, imparable, firme hasta encondese entre los montes en cuyas laderas se ve aún hoy cabalgar, desbocado, un caballo negro, sin brida ni montura, el belfo baboso y los ojos desorbitados. En realidad es el alma del guerrillero abatido en busca de un destino más allá de las cosas de este mundo.
El cuartel de invierno, por así llamarlo, estaba en Castrohinojo, a unos tres kilómetros de Quintanilla de Losada, pero con una subida de agárrate. Desde el final del único acceso al pueblo se divisaban kilómetros a la redonda y se podía detectar una patrulla de la guardia civil a más de lo necesario para aprovisionarse y salir por patas hacia el monte. Toda una fortaleza natural. No importaba ser traicionado porque era imposible ser sorprendido, pero además Castrohinojo era el sitio donde él decía sentirse en casa, arropado, seguro.
Por el tejado de aquella casa, antes de un solo piso, fue por donde rodó al que matarón. Quedo en el medio de la plaza y ahí estuvo una eternidad porque nadie se atrevía a recogerlo. De todos era sabida la puntería del León de Salas, del que se decía por los pueblos que era capaz de darle dos veces a una moneda antes de que cayese al suelo. La sombra de una capa al fondo, en la puerta de enfrente de la casa blanca, un segundo un disparo una silueta chillando desde los escalones de piedra. Allí fue donde hirieron al otro, aquel sí, seguro, sólo pudo ser Girón.
Las arrugas en los rostros eran el resultado de la eterna sospecha, de la perenne desconfianza, del perpetuo miedo a los unos, a los otros, o a caer abatido en medio, o peor aún, terminar como lo hicieron muchos, convertidos en el eco seco de una descarga al otro lado del valle, junto al río, cerca, dónde sólo cinco minutos después ya merodearían los buitres, antes de que el perro llegase a proteger al amo, antes siquiera de poder abrir los ojos y despertar del sueño.
El musgo en las umbrías revelaba la dureza de los inviernos, verde oscuro casi gris, como la ínfima esperanza de librar el cerco, de tener balas y huevos suficientes, de resistir al menos a la noche para intentar huir al monte, verde oscuro casí gris, como el pavor a no volver a verla, a no poder despedirse y malvivir los últimos instantes maldiciendo su existencia. Alimentada la ira con el deseo de unos labios, la mano deja de temblar, el pulso se suaviza, y la Sten no yerra un blanco. La volverá a ver. Una vez más.
El musgo en las umbrías revelaba la dureza de los inviernos, verde oscuro casi gris, como la ínfima esperanza de librar el cerco, de tener balas y huevos suficientes, de resistir al menos a la noche para intentar huir al monte, verde oscuro casí gris, como el pavor a no volver a verla, a no poder despedirse y malvivir los últimos instantes maldiciendo su existencia. Alimentada la ira con el deseo de unos labios, la mano deja de temblar, el pulso se suaviza, y la Sten no yerra un blanco. La volverá a ver. Una vez más.
1 comentario:
Enhorabuena por el texto, desde un rincón de El Bierzo
¡Salud!
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