La mañana del siete Ian debía haber pilotado el Martin B-26 Marauder según se había planificado. Pero no había siete hombres disponibles porque lo realmente importante de la misión era disponer de cuantos B-17 como fuera posible para atacar directamente a las fábricas de Schweinfurt y Regensburg. Por ello se mando armar hasta los topes el Douglas A-20 Havoc, en el que llevaría sólo dos compañeros. Ese cambio era algo que Ián no conocía, aunque de haberlo sabido tampoco le hubiese importado porque era consciente de que con ninguno de los dos podría hacer algo contra una inesperada visita de los potentes cazas Me 262A-1 de la Luftwaffe. Impulsados por potentes Jumo y armados con cañones Rheinmettall de 30mm, capaces de coger 855km/h, podían enfrentarse a cualquier tipo de avión del arsenal aliado de la época. Precisamente ( y esto lo intuía Ian ), el objetivo de la Juggler era una de sus fábricas, lo que hacía determinante el factor sorpresa. De lo que no tenía la menor idea es, que aquel sería el único caza de la operación, que saldría al frente, y que su objetivo era definitivamente muy opuesto al que pensaba. [...]
Nunca había estado de acuerdo con todas aquellas formas de agrupar a las personas por un lazo en común, sin tener en cuenta los miles de ellos que las diferenciaban. Sin embargo ellos, el mundo, pensaba (y valga por esta vez la generalización), se empeñaban en empaquetar personas como galletas, en cajas con distintos sabores, formas e ingredientes, sin darse cuenta que la gente no es en sí un trozo de trigo, glucosa y chocolate que permanece inmóvil hasta que alguien la engulle y desaparece. Los seres son mentes más que cuerpos, se mueven sin necesidad de desplazarse, cambian de sabor y de costumbres, a veces vencen la rutina y son capaces de experimentar entre ellos ciertos rasgos de una simbiosis que termina en amor. Nunca se da al contrario, el amor no es suficiente para unir a dos personas. Las mentes escupen sobre los grupos. Las mentes son, como le había leído a Gidè, individualistas. Por eso él huía de todos esos generalismos y no veía relación sustancial entre individuos de la misma raza, de la misma religión o del mismo colectivo, no creía en la fuerza de la unión de una Brigada o una División para vencer, porque realmente no creía en la existencia de un ejercito contrario al que vencer, al que disparar sin saber muy bien porqué. Por eso trataba de entender a cada persona como la única muestra de sí mismo, como un ser irrepetible, como su propio yo. Valoraba por encima de cada nación a sus ciudadanos, y seguía dando vueltas en la cama pensando que hacía allí una persona que no creía en la palabra “País”, y que odiaba eso que a los políticos tanto les gustaba decir: - “Somos...” -, - “Nosotros...” -.
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