Como se levantan las persianas al amanecer del día, él izaba al alba cada vela, desde el perifoque hasta la cangreja y se sentaba a esperar otro día. Recordaba la luz colarse entre las rendijas y se tumbaba expectante de unos vientos que le llevaran, pues él ya estaba viejo para ir. O quizás no se atrevía. Trepaba ágil entre las redes, deambulaba por cubierta errando entre el desamparo y el olvido. Sentía nostalgia de otros tiempos en que había tripulación y puerto, distantes del hoy en que el vagar quieto de la vida se había convertido en sofocante, tal vez ya asfixiante. Veía la luna cada vez que cabizbajo pisaba la misma huella que había dejado en otra ocasión, y al poco se apoderaba de él la agonía de no atreverse a dar un paso fuera de aquel hueco relieve formado por su propio peso, único testigo de su existencia y a la vez enemigo que le impedía saltarse la sucia pragmática del camino marcado.
Vivía en un barco, sí, y hacía tiempo que buscaba el mar. Sudaba en la noche y se levantaba empapado en lágrimas, deshidratado, siempre con aquel mismo extraño sueño en su cabeza en el que la sombra de un marinero vestido de campesino se mostraba al trasluz de la gavia, dejando ver los afilados dientes de su orca destacar en el puesto de vigía; y entonces gritaba, - ¡Mar a la vista! -. [...]
Tres cuartas partes del planeta que veía cada día eran agua, y sin embargo no había rastro de ella en aquella luna inhóspita en que vivía. Parecía que se hubiese esfumado, como se desvanecieron aquellos labios, aquel día, en aquella estación con gabardinas largas y tacones altos donde el silbido del tren se confundía con una voz femenina que anunciaba su marcha, tren destino a..., y el granizar del olvido que golpeaba las viejas cristaleras del cuarto andén se enredaba con la pasión del beso de una ingenua despedida, va a efectuar su salida en breves momentos... Permaneció algunos instantes más fuera del vestíbulo, muy probablemente fuera también del mundo, y quizás aquello fue lo que le hizo abandonar todo e irse en barco a la luna, para no volver jamás, no prestando atención a aquella voz, de algún modo divina, etérea, que le decía - última llamada -. Ya nunca volvería a la tierra, pero estaba condenado a verla cada día, y esa dualidad le calaba hasta la sangre, le fluía por los huesos, y le inundaba de una gris amargura.