martes, 31 de marzo de 2009

Tecnología del pasado.

Saqué la microSD y la enganché al USB para meterla en el PC. - Esto es música en mp3, abuelo -, trataba de explicarle mientras la tarjeta de memoria se escurría entre las uñas de sus dedos como se desliza la tristeza entre los labios de una despedida, como se hunde la vida en la balsa del tiempo mientras en la superficie nada pasa. A veces tengo la amarga sensación de que la insustancialidad de la tecnología traiciona el afecto de la vejez, separando generaciones, sesgando conversaciones. Yo recuerdo sentarme a escuchar. Recuerdo saber callar y aprender a diferenciar sin erigirme juez. Enmudecer de manera insconsciente con el ruido de una Mikado, leer la felicidad en tus ojos hablando de aquel balón de fútbol que la Falange, a quien nunca te arrimaste, te regaló. Ese mismo que golpeabas en la plaza de Astorga un día cualquiera de las vacaciones de verano. Bueno, no exactamente un día cualquiera, era un 17 de julio de 1936. Lo sé, porque tú me lo contaste y yo, callado, te supe escuchar. Aquel día una pareja de la Guardia Civil había subido por el Postigo con la Astra modelo 1921, nueve milímetros no del todo enfundados que invitaban a correr a casa despavorido. Aquel balón olvidado, robado, me mostró las sospechas y desconfianzas que un niño de entonces tenía y que no difieren de las que tiene uno de hoy.
Mi abuelo habla, como cualquier otro, de cosas mucho más interesantes que el mp3 y el USB, de cosas que todo el mundo comprende porque están muy por encima de las costumbres de una generación. Son quizás ideologías. La de la vida, el cariño, el trabajo, el esfuerzo. Habla del no matarás y del morir matando. Son quizás las ideologías que la república, el franquismo o la transición no han podido enseñar al pueblo, porque el pueblo ya las conocía. Por ello se han ocupado de enseñar estupideces y deformar acontecimientos, crear necesidades y continuar dividiendo en dos, un país del que salen muchos más. De sembrar la calle de heroes y villanos y clavarlos en las esquinas.
Yo, quiero una placa con el nombre de mi abuelo porque la venganza no se apoderó nunca de él, porque trabajó años para que su nieto pudiera reir cada día y porque lloró a escondidas para que otros se calmasen en su hombro. Porque aunque apenas camina, es el primero en empujar el coche que no arranca, pero sobretodo porque ha sabido ser el puente entre dos orillas que se alejan, y sin obligarme a saltar, me ayuda cada día a elegir el lado del que quiero formar parte. Pegado siempre al transistor y al parte, dudo que necesite de las cuatro mil canciones del mp3 de cuatro gigabytes que seguramente ni siquiera yo escucharé de seguido, nunca. Por eso siempre me acuerdo de los valores que me inculcaste y por eso, no descansaré hasta que entiendas qué es el mp3.

viernes, 20 de marzo de 2009

Una temporada en el infierno

No sé, si realmente la primavera me brindó la risa repugnante del idiota, desde acá no alcanzo a ver si las nubes van o vienen, si se mueven, o son siempre las mismas las que se enroscan a las chimeneas apagadas de la infancia. No tengo muy claro que el sol salga cada día y sin embargo todos se pone, lo sé. Es entonces, con las pupilas dilatadas y los párpados cerrados, cuando salgo en tu busca a algún lugar de la playa, no muy seguro de querer encontrarte.
La brisa se lleva el tiempo que gotea como un reloj de arena, lento, imperturbable, eterno, mientras el suave oleaje trae de nuevo, el mundo del recuerdo y la nostalgia en que me sumerjo con el único oxígeno de aquellos versos que un día me escribiste. Cangrejos, medusas, anémonas o tú, son algunos de los peligros de la playa. Ron, nicotina, o Dylan, algunos de los placebos.
En el horizonte, las luces de los barcos parpadean desacompasadamente con las de los aviones que descienden, se mezclan con el rítmico encendido del faro, y todas se diluyen en las farolas del puerto, a mi espalda, envolviendo la noche con un extraño manto de alegría, del que no me siento partícipe. La luz de la torre vuelve a mi cara y me ciega. Cuanto más trata uno de pasar desapercibido, más increibles son los sucesos que le devuelven al ducho mundo de la urbe. Y sin embargo paseo habitualmente envuelto en esa terrible impersonalidad que me embriaga y detesto por igual. La ciudad es una charca de lodo, un espacio de arenas movedizas que te arrastra hacia el fondo más rápido cuanto más te mueves. Por eso a veces es bueno quedarse quieto, mirar el oxidado hierro de las estructuras inconexas de los parques, es bueno parar, enchufar el mp3 y sentirse ciudadano de un mundo que muy probablamente no sepa que existes. De eso bien puede hablarte el desamparado que utiliza los cajeros como alcobas improvisadas cuando cae la noche; terrible ironía de un universo donde aquellos que roban durante el día acojen en la noche los pobres sueños de un mendigo que descansa apoyado sobre la dura pared en cuyo lado opuesto se amontonan, por doquier, blandos fajos de billetes de cincuenta. De eso bien puede hablarte aquel que vió las luces de la ciudad desde el mar, mientras por estribor se acercaban las patrulleras y a babor la gente saltaba decidida, a un futuro ciertamente incierto. De eso bien puede hablarte, aquel que manchó sus lágrimas con la sangre aún caliente de sus hijos, aquellos que tintarón para siempre su ego con el amargo color de la venganza. ¿Les has escuchado alguna vez? o son también para tí invisibles, como tú lo eres.
La bolsa baja, el paro sube, el petróleo se encarece y matar sale cada día más barato. No compraré jamás un arma, pero mi gobierno se enriquece a costa de su venta. Aquí nadie es racista, pero siguen pensando que le darán el trabajo a la chica del velo islámico, que le ha robado el negro africano, que el marroquí seguro tiene hachis o que yo, que soy el más listo, siempre tengo la razón.

He aquí, el mundo. Bienvenido a otra entrega más de una temporada en el infierno*.

*Obra de Arthur Rimbaud.

Ander.