lunes, 11 de agosto de 2008

Entre meandros, Somosierra y Guadarrama.

Era un día donde el calor se pegaba hasta a los ojos. La ola sahariana estaba golpeando las murallas centenarias, achicharrando las hierbas crecidas entre las rocas, sontenidas en vertical, asidas por el paso del tiempo, olvidadas, en la cara externa del muro que un día protegió sarracenos, cuando entonces era Beg-Tareko.

Los meandros enrroscaban la fortaleza como lo hacían en tiempos de D.Iñigo López de Mendoza, Marqués de Santillana, como lo hacían cuando llegaban las crecidas del río y el pueblo sólo contaba, lentamente, ciento treinta y tres vecinos y treinta y dos viudas. Resistió entonces, como lo hizo después al incendio del ejército francés batido ya en retirada de Bailén, o a los bombardeos de la Guerra Civil que diezmaron los muros de la casa-hospital, pero no pudieron con la muralla, ni con el silencio aún imperturbado, por la masa madrileña.
El viento ígneo ondeaba una vieja cortina ennegrecida, y se colaba entre los cristales rotos, seguramente apedreados, por el leve fluir del tiempo, por el rápido venir del olvido. Por entre las hojas juguetonas de un pino encorvado se filtraba entremezclado con la tarde, un tenue silbido afinado, camino de un hueco amarillo, vacío de una letra caída, con una silueta en gris polvo, que un día escribió mañanas de vino después de misa, tardes de boda, y noches de fiesta, allá en junio, cuando los quintos se hacían los dueños del pueblo, para deleite de los mozos, para bailar con Almudena, con Maria Almudena como decía Don Antonio, el párroco, para meterle mano si se dejaba y para vivir con ella en el pueblo, para siempre, si me dejaba. Antés no había que ir a Madrid a ganarse la vida.


Claro que tampoco esta bien vivir toda tu vida rodeado de muros, aunque sinceramente me pregunto que son los pasaportes, que significan sus sellos multicolores que pueblan mis páginas y mis sueños desde hace varios años. Esos, que indican el paso por fronteras que casi nunca existen, que son pura política, que son lineas en un mapa, que es el valle este de acá, que es este río, que es esa acera de enfrente, que es este punto indeterminado. Alguien dice que aquí donde antes crecía el romero es ahora parte de la frontera entre tu y yo, y nos separa, a ti y a mi que todas las tardes corríamos a casa juntos tras el balón que no lográbamos apañar a tu hermano, cada día, al salir de la escuela. ¿No son esos muros invisibles los que quedán aún en pie casi diecinueve años después de la caida del Berliner Mauer? ¿Qué hemos aprendido pues? La política es el opio del pueblo. Otro opio del pueblo, más bien.

En la iglesia, el mismo Jesucristo de siempre, con la misma cara de tristeza, clavado a la misma cruz, me hizo suponer que nada ha cambiado.