Ulises nunca quiso llegar a Ítaca. Era aburrida, como la insoportable espera en pleno desierto de los Tártaros, como la espera de un gondolero impaciente sin enganchar el remo a la forcola, sin la llegada de un nuevo juego de letras, desordenadas a la vista y marcadas en un mapa con boligráfo, sobre el salpicadero de un coche sumergido en pleno atasco esperando nuevamente, llegar al lugar donde regreso algún día impar. Tiene nombre de cuento, Ningunaparte.
Lo jodido no es volver, lo dificil es no saber cuando volveras a irte, es mirar atrás y ver ya, los latigazos sangrantes de los recuerdos de los atardeceres buscando la península desde fuera, de los paseos entre muros iluminados en Dubrovnik dónde las farolas de las estrechas callejuelas se balancéan al antojo del viento sureste entrante desde Korkula, opuesto al temido Bora, viajero como su Marco Polo, viajero, distinto en cada rosa, distinto en cada tierra. Cuando volverán los acordes de aquella guitarra, zigzagueantes, entre los soportales penetrados por los ritmos de una balcánica voz desgarrada, de una melancólica canción croata, en un acústico improvisado, para un público selecto y boquiabierto. Tres personas golpeadas por la brisa, que penetra sonora por la costa de Split, y golpea en el paseo, contra las viejas paredes del Palacio de Diocleciano, construido allá por el siglo III d.C.
Pero era de cuento aquél atardecer en Zadar, dónde todo olía a ozono y los músicos corrían de la lluvia de risas envueltas en cerveza, sentados bajo un toldo impermeable a los temas de trabajo y demás frivolidades, que sólo dejó caer la noche y salir el sol para mandar a los camareros a casa antes de salir, después del jefe, del último bar viviente a primera hora del día en la costa de Dalmacia con la nublosa silueta de las islas que envuelven toda la costa más allá de Vodice y de Trogir.
Lo jodido es reir en Mostar y no, decir que te robarón en en el metro de Madrid, o que qué caro es París, lo jodido es no ver parques con niños y columpios y verlos a todos ellos sustituidos por tumbas que rezán, esculpidas a balazos, los dígitos de aquel año maldito. Oigo los balazos en mi cabeza y veo sus ojos, en cuanto cierro los míos.
No todo es tan reluciente por allí como el agua turquesa de Plitvice, dónde los árboles se posán en el fondo con la sutileza de un Tango de Ástor Piazzola, caídos por la erosión de la piedra calcarea provocada por la fuerza de cascadas por dónde fluye el agua tan rápida como los minutos de cualquier hora de cualquier día de la vida. Bosnia no es Croacia, la gente es más fría y la ciudad se viste de negro cuando la plegaria entonada por un moetzín desde el minarete más cercano al puente, resuena puntual para el cuarto rezo, silbando entre los hierros oxidados de un canalón agujereado algún día, por un calibre 5,56 mm que una rata loca inconsciente e inmunda, disparó contra la esquina oeste del puente, matando a Ibrahim, que regresaba corriendo, asustado por el ruido de los disparos a la altura de su casa. Aquél día seguramente, aniquilaron por completo también a su familia. - Don't Forget -, dice ahora allí un cartel, unas letras negras, justo detrás del famélico gato blanco, en el momento en el que disparo mi foto contra el animal asentado sobre sus cuatro extremidades, siempre alerta, cabeza arriba, oteante, silencioso, escudriñando la triste atmósfera de un día grís en el corazón de los Balcanes, como tantos otros fueron.
Kusturica me vino en aquel momento, pero ahora el negro olía a viuda y a felinos desgarrados en una ciudad que llora ausencias a escondidas, entre viajeros sobrecogidos en busca de esa verdad, casi siempre distorsionada por los kilómetros, llamados medios, de esa prueba que la vista siente como se siente una caricia en la espalda, escalofriante, como se siente en la piel la lluvia tormentosa de una tarde veraniega.
Aún nos quedaban los últimos coletazos del viaje, lo que podría ser seguir los pasos de Joyce, sin saberlo. Es decir, atardecer ensimismado mirando al mar entre los arcos agrietados de un anfiteatro lindante a la costa, al sur de Istria, en una pequeña ciudad llamada Pula, donde James fue profesor de inglés algún tiempo, dividido siempre con Trieste, nuestro último destino, al otro lado de la frontera eslocaca, ya en tierra Italiana, dónde todos los barcos atracan, dónde se bebe café bañado en alcohol, en mondas de naranja con clavo incrustado, caliente, y en vaso de champagne abierto, al fondo del golfo, en la ciudad de las mil caras.
La vuelta me mira desde ayer, con ojos tristes y lágrimas de impotencia, la vuelta mira sin ojos y es cruel a veces, siempre, la vuelta sabe a último cigarro, a última canción y a último beso, la vuelta es pirata y oculta tras un parche su reflejo en el retrovisor de un Fiat que parte en dirección opuesta o en el espejo de una tienda del aeropuerto, a la espera de un vuelo que sale con retraso, tarde, mal y nunca.
Lo jodido no es volver, lo dificil es no saber cuando volveras a irte, es mirar atrás y ver ya, los latigazos sangrantes de los recuerdos de los atardeceres buscando la península desde fuera, de los paseos entre muros iluminados en Dubrovnik dónde las farolas de las estrechas callejuelas se balancéan al antojo del viento sureste entrante desde Korkula, opuesto al temido Bora, viajero como su Marco Polo, viajero, distinto en cada rosa, distinto en cada tierra. Cuando volverán los acordes de aquella guitarra, zigzagueantes, entre los soportales penetrados por los ritmos de una balcánica voz desgarrada, de una melancólica canción croata, en un acústico improvisado, para un público selecto y boquiabierto. Tres personas golpeadas por la brisa, que penetra sonora por la costa de Split, y golpea en el paseo, contra las viejas paredes del Palacio de Diocleciano, construido allá por el siglo III d.C.
Pero era de cuento aquél atardecer en Zadar, dónde todo olía a ozono y los músicos corrían de la lluvia de risas envueltas en cerveza, sentados bajo un toldo impermeable a los temas de trabajo y demás frivolidades, que sólo dejó caer la noche y salir el sol para mandar a los camareros a casa antes de salir, después del jefe, del último bar viviente a primera hora del día en la costa de Dalmacia con la nublosa silueta de las islas que envuelven toda la costa más allá de Vodice y de Trogir.
Lo jodido es reir en Mostar y no, decir que te robarón en en el metro de Madrid, o que qué caro es París, lo jodido es no ver parques con niños y columpios y verlos a todos ellos sustituidos por tumbas que rezán, esculpidas a balazos, los dígitos de aquel año maldito. Oigo los balazos en mi cabeza y veo sus ojos, en cuanto cierro los míos.
No todo es tan reluciente por allí como el agua turquesa de Plitvice, dónde los árboles se posán en el fondo con la sutileza de un Tango de Ástor Piazzola, caídos por la erosión de la piedra calcarea provocada por la fuerza de cascadas por dónde fluye el agua tan rápida como los minutos de cualquier hora de cualquier día de la vida. Bosnia no es Croacia, la gente es más fría y la ciudad se viste de negro cuando la plegaria entonada por un moetzín desde el minarete más cercano al puente, resuena puntual para el cuarto rezo, silbando entre los hierros oxidados de un canalón agujereado algún día, por un calibre 5,56 mm que una rata loca inconsciente e inmunda, disparó contra la esquina oeste del puente, matando a Ibrahim, que regresaba corriendo, asustado por el ruido de los disparos a la altura de su casa. Aquél día seguramente, aniquilaron por completo también a su familia. - Don't Forget -, dice ahora allí un cartel, unas letras negras, justo detrás del famélico gato blanco, en el momento en el que disparo mi foto contra el animal asentado sobre sus cuatro extremidades, siempre alerta, cabeza arriba, oteante, silencioso, escudriñando la triste atmósfera de un día grís en el corazón de los Balcanes, como tantos otros fueron.
Kusturica me vino en aquel momento, pero ahora el negro olía a viuda y a felinos desgarrados en una ciudad que llora ausencias a escondidas, entre viajeros sobrecogidos en busca de esa verdad, casi siempre distorsionada por los kilómetros, llamados medios, de esa prueba que la vista siente como se siente una caricia en la espalda, escalofriante, como se siente en la piel la lluvia tormentosa de una tarde veraniega.
Aún nos quedaban los últimos coletazos del viaje, lo que podría ser seguir los pasos de Joyce, sin saberlo. Es decir, atardecer ensimismado mirando al mar entre los arcos agrietados de un anfiteatro lindante a la costa, al sur de Istria, en una pequeña ciudad llamada Pula, donde James fue profesor de inglés algún tiempo, dividido siempre con Trieste, nuestro último destino, al otro lado de la frontera eslocaca, ya en tierra Italiana, dónde todos los barcos atracan, dónde se bebe café bañado en alcohol, en mondas de naranja con clavo incrustado, caliente, y en vaso de champagne abierto, al fondo del golfo, en la ciudad de las mil caras.
La vuelta me mira desde ayer, con ojos tristes y lágrimas de impotencia, la vuelta mira sin ojos y es cruel a veces, siempre, la vuelta sabe a último cigarro, a última canción y a último beso, la vuelta es pirata y oculta tras un parche su reflejo en el retrovisor de un Fiat que parte en dirección opuesta o en el espejo de una tienda del aeropuerto, a la espera de un vuelo que sale con retraso, tarde, mal y nunca.
Ulises nunca debió llegar a Ítaca.
No hay comentarios:
Publicar un comentario